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Publicado en la web Pasión en Sevilla 
el viernes 3 de octubre de 2008

Carta de despedida a mi Hermano Mayor

José Gómez Luque, Hermano Mayor de la Trinidad que
falleció en el cargo el día 1 de octubre del año 2008

Estimado Hermano Mayor, querido Pepe:

Sé que te enfadarás conmigo si te digo -y reconozco- que escribo esta carta por debajo de los folios de mis apuntes mientras me encuentro en clase. Por una vez no me riñas, pero creo que sabrás entenderme en esta ocasión. Quiero escuchar al profesor, pero los latidos de mi corazón son tan intensos que resuenan en mi conciencia mucho más que cualquier otro sonido. 

Ahora mismo, sentado en el aula, pienso que saldré de aquí para verte por última vez y decierte adiós. La mañana se ha despertado fría, y hasta el azul del cielo no me parece el mismo de cada día, pues me da la sensación de que tiende a un tono más grisáceo, reflejo fiel de nuestra tristeza porque ya te marchas al encuentro definitivo con la Esperanza.

Están a punto de cumplirse las primeras veinticuatro horas transcurridas desde que me enteré de la noticia, justo en ese instante en el que la memoria se convierte en un álbum fotográfico, y uno busca en sus miles de páginas las mejores instantáneas de los buenos y felices momentos vividos. 

Desde el primer minuto, siempre quisiste darme tu apoyo y animarme, y me abriste las puertas de la Hermandad de la Trinidad para permitir integrarme plenamente en ella como uno más. Nunca dudaste de mí, y depositaste tu confianza en mi persona para hacerme algunas consultas sobre cuestiones en las que, a pesar de mi juventud, tú pensabas que yo disponía de la madurez y conocimiento suficientes como para aconsejarte. Te ofrecía mis puntos de vista cofrades sobre aquellos aspectos que te gustaba debatir conmigo, sin embargo, tú me devolvías los consejos a través de recomendaciones personales que me ayudarían a ser mejor cristiano. No olvidaré, nunca, ni una sola de tus palabras de cariño. Supiste ser mi Hermano Mayor, y ahora... ahora te echaré de menos.

Viene a mi cabeza la visión del gesto suave y aniñado de nuestra Esperanza, su mirada baja, esa mirada con la que Ella nos bendice y nos protege, esa mirada en la que sé, Pepe, que ahora habitas tú para seguir ofreciendo tu incondicional apoyo a tu familia y a tus hermanos desde ese lugar al que ya te has ido.

Te tendré siempre presente, no te olvidaré jamás, porque tú no lo harás de nosotros, pero lo que no podré borrar de mis recuerdos será el pasado 7 de septiembre, cuando cumpliste tu ilusión de regalarle a Sevilla la estampa centenaria de la Virgen de la Esperanza a los pies de su Hijo de las Cinco Llagas. Ese día procuré permanecer a tu vera el mayor tiempo posible, colaborando con tu hija Pili a que pudiese abrirse paso entre la bulla al empujar la silla de ruedas en la que estabas postrado. Al retirarte en la calle Esperanza de la Trinidad, me diste las gracias, y me rogaste que no abandone a la Hermandad, a lo que te respondí que lo que me importaba en ese momento era pedir por tu salud. Con lágrimas en tus ojos, me cogiste de la mano, me reconociste el gran aprecio que me tenías, y me afirmaste que te quedaba poco tiempo -ojalá te hubieras equivocado, ojalá-, y que como a mí me queda toda una vida por delante, tú ibas a rogarle a la Virgen que cumpla el mayor de los sueños que tengo, y que tú muy bien sabías. Ahora, Pepe, sé que estarás junto a mí en este empeño desde allá arriba, porque le encomendaste a tu mujer, Nani, un último recado para mí, tu consejo rotundo para el resto de mi existencia, para que todo me vaya mejor, y así la Esperanza me guíe, por fin, para alcanzar mi añorado anhelo. Tuve que llorar, no lo resistí, y abandoné la sala de duelos, y sigo llorando ahora sobre las cuartillas en las que te escribo estas líneas finales, y como lloré, sólo que conteniéndome el llanto que me recorría los perfiles de mi alma, cuando me abrazaba tu hija Elena. Cómo las entiendo a las dos, tras haber vivido yo en su día lo que ahora sienten ellas.

Pepe, ahora que has descubierto el Misterio de la Santísima Trinidad, no dejes de ser mi eterno Hermano Mayor celestial, y continúa ayudándome, y ayudándonos, desde ese lugar en el que vistes de nazareno, pero ya sin el antifaz, porque tu penitencia ya acabó. 

Sevilla, a 2 de octubre de 2008


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Publicado en el boletín de la Hermandad 
del Sagrado Corazón de Jesús de Nervión,
"En Vos Confío", nº 35, junio de 2011

Meditaciones ante las Letanías del 
Sagrado Corazón de Jesús

Sagrado Corazón de Jesús del barrio de Nervión
"Mira este corazón mío, que a pesar de consumirse en amor abrasador por los hombres, no recibe de los cristianos otra cosa que sacrilegio, desprecio, indiferencia e ingratitud, aún en el mismo sacramento de mi amor". Con estas palabras se apareció Jesús a Santa Margarita Alacoque a partir del 27 de diciembre de 1673, aunque además de esta revelación tendrían lugar dos más ante esta joven francesa y religiosa de la Orden de la Visitación de Santa María –la cual fue fundada por San Francisco de Sales–. La segunda revelación se produjo a los dos o tres meses de la primera, y la última aconteció durante la octava de la festividad del Corpus Cristi del año 1674, y en esta ocasión fue cuando el Señor le pidió a esta humilde devota que se celebrase la fiesta de su Sagrado Corazón todos los años el viernes de la semana siguiente a la festividad de su Cuerpo y de su Sangre. Sin duda, Santa Margarita de Alacoque no podía imaginarse nunca que rezando en la intimidad del Sagrario, éste se abriese para que se le mostrase Cristo con su Sagrado Corazón envuelto en llamas, coronado de espinas y herido.

Con el paso de los siglos, la devoción al Sacratísimo Corazón de Nuestro Señor Jesucristo se ha extendido universalmente de manera sublime, y entre las múltiples oraciones que la devoción popular le ha dedicado, caben destacar las letanías, las cuales fueron aprobadas para toda la Iglesia en 1891. No obstante, parece ser que mucho antes de las referidas apariciones a Santa Margarita, el jesuita polaco Gaspar Druzbiqui, fallecido en 1662, ya había compuesto ocho letanías, mientras que San Juan Eudes había editado un libro de oraciones que vio la luz en 1688. Pero volviendo a las letanías actuales, parece ser que pudieron ser publicadas en “Livret de Moulins”, esto es, un pequeño librito que fue editado por el monasterio de la Visitación de Moulins. No se sabe con exactitud quién pudo componerlas, pero de algunos de los pasajes de las cartas que escribía Santa Margarita de Alacoque se puede deducir que pudo ser autora de algunas de las letanías que ella misma rezaba.

Las letanías que hoy han llegado hasta nosotros están integradas por un total de 33 invocaciones, en honor a los 33 años de la vida de Jesús en la tierra. A través de ellas, se invoca al Corazón de Jesucristo como “Hijo del Padre Eterno” que fue “formado en el seno de la Virgen Madre por el Espíritu Santo” por estar “al Verbo de Dios substancialmente unido”, de tal manera que se evoca que Cristo es la Segunda Persona de las Tres que integran a la Trinidad Santa, siendo un solo Dios, y al recordar que fue concebido en el seno de la Virgen, nos referimos al misterio ante el que meditamos al rezar el Ángelus.

Cristo, además, está lleno “de majestad infinita”, que se oculta en el Corazón humano del Hijo de María, por ello este Corazón es nuestra Alianza, lo que nos lleva a ver que Él es “Templo santo de Dios”, “Tabernáculo del Altísimo” y “Casa de Dios y puerta del cielo”, porque en el corazón de todos los que creemos en Él habita siempre Dios, y abrimos nuestro pecho para acogerlo.

En estas letanías invocamos al Sagrado Corazón de Jesús, igualmente, como “Horno ardiente de caridad”, como “Santuario de justicia y de amor”, ya que el Corazón siempre se enciende y arde con el amor que lo colma, siendo pues el lugar donde palpita la vida espiritual con un ritmo especial, por eso está “lleno de bondad y de amor”. Así mismo, el Hijo de Dios fue concebido como hombre, por lo que nuestro corazón es el que decide la medida de la profundidad del hombre, por ello el Sagrado Corazón es “abismo de todas las virtudes”, además de ser “digno de toda alabanza”, motivo por el que nos unimos a María Santísima, y como Ella en el momento de la Anunciación, nos preparamos para acoger al Dios-Hombre, el mismo que será a partir de ese momento “Rey y centro de todos los corazones”, en Quien “están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia”, ya que nosotros los conocemos porque Dios mismo se dignó a relevárnoslos por mediación de su Hijo, que es sabiduría de Dios, por eso también en su Corazón “mora toda la plenitud de la divinidad”, porque el Hijo es de la misma naturaleza que el Padre, siendo Uno en la divinidad junto a Éste y al Espíritu Santo, por eso mismo “el Padre se agradó” en Jesucristo.

Corazón de Jesús “de cuya plenitud todos nosotros hemos recibido” precisamente el amor filial del que se da testimonio en la tierra por todo lo que Él ha hecho y ha dicho, convirtiéndose, pues, en “deseo de los eternos collados”, y caracterizándose, por otra parte, por ser “paciente y muy misericordioso”, por ser “liberal con todos los que lo invocan”, y por ser, muy especialmente, “fuente de vida y de santidad”, puesto que todos anhelamos beber de su Corazón divino, de ahí que lo invoquemos igualmente como “propiciación por nuestros pecados”, ya que por medio de Él actuará siempre la victoria sobre la muerte, porque el pecado es el claro adversario de la santidad que habita en el corazón de cada hombre.

No podemos olvidar tampoco que este Corazón Sacratísimo está “colmado de oprobios”, causa por la que está probablemente “desgarrado por nuestros pecados”, los mismos que colocamos sobre la cruz que se apoya en el hombro de Jesús Nazareno casi sin darnos cuenta. Quizás esto sea otro ejemplo que nos permita observar que el Corazón está “hecho obediente hasta la muerte”. Pero hay más cosas que recordar… o mejor que cosas, nombres, como el de Longinos, asegurándose que Cristo había muerto “traspasado con lanza”, la misma que nosotros le clavamos cuando nos olvidamos de Él y casi solamente le recordamos cuando nos interesa o conviene, cuando el Señor jamás se olvida de su pueblo.

Jesucristo es también una importante y clara “fuente de todo consuelo”, puesto que así lo hace en la hora de nuestra aflicción, regalándonos su ternura y su compasión, y como signo de todo aquello se entregó por nosotros para morir en la cruz, porque de esta manera Él ya sería para siempre “vida y resurrección nuestra”, infundiéndonos así un sentimiento de seguridad y confianza que hace que Cristo sea del mismo modo “paz y reconciliación nuestra”.

El Hijo de Dios no había cometido nunca pecado alguno, y aunque se ofreció voluntariamente a su pasión, no dejará de ser “víctima por nuestros pecados”, porque cualquier daño o mal que cometamos, se lo estaremos haciendo a Él, que sin embargo jamás deja de ser “salvación de los que en Él esperan” y “esperanza de los que en Él mueren”, por ello, como una visión ya del Paraíso, las letanías al Sagrado Corazón culminan al ser contemplado como “delicias de todos los Santos”, abriendo horizontes infinitos de bienaventuranza eterna.

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