Lunes 12 de julio de 2010
Parroquia de San Román
I.
El privilegiado lugar del Niño Jesús
Ojalá pudiese encontrarme en tu
lugar, porque tu situación es sanamente envidiable, pues te asientas en esa
atalaya desde la que contemplas la panorámica de ese amor que se eleva ante la
pulcra serenidad de la belleza más perfecta, aquella ante la que el alma se
rinde para acogerse a la lozana placidez de una sonrisa. Andas inquieto todo el
día, a cualquier instante, cometiendo inocentes travesuras que provocan que el
mundo centre su atención en tu figura, mientras jugueteas con todo aquello que
se halle cerca de tus manos.
Sé que disfrutas observando
picaronamente a quien te mira, porque no hay nadie que no desee acomodarse en
tu privilegiada ubicación, y sentir el afable pulso del corazón más impoluto
que existe, conmoviéndose el sentimiento ante la seguridad de la protección más
imperturbable. Qué suerte tienes por estar donde Tú estás, por percibir
constantemente el fresco aroma que se desprende de esos rizados cabellos que
tanto te gustan, mientras señalas con tu diestra el camino directo hacia el
cariño más noble.
Acurrucado con delicia en el más
sublime de los altares, divisas el auténtico fervor que brota a borbotones ante
el celestial primor del perfil más lindo que se conozca sobre la faz de la
tierra, y cada vez que te apetezca, la fortuna te brindó la oportunidad de
poder acariciar con tus dedos la sonrosada piel de ese rostro en el que se hace
patente la pureza más genuina y más soberana, aunque igualmente trasteas con
los broches, las pulseras, las medallas, los collares y los pendientes que
engalanan la guapura de aquel suave semblante alejado del mundanal quebranto.
Déjame algún huequecito, pequeño
Niño Jesús, en ese brazo izquierdo de Nuestra Señora del Carmen, porque anhelo
respirar las brisas marineras que colman al espíritu de rotundo marianismo ante
Ella. Permíteme, Dios chiquitito, gozar de la tremenda bondad de la Santísima
Virgen para descubrir en sus ojos la luz que guía, cual alto faro que permanece
encendido entre tinieblas, a este pueblo que navega en el inmenso océano de la
devoción carmelita, esperando alcanzar eternamente la orilla tranquila de la
playa que besan las olas.
A este templo de San Román arribo
con mi barca, trayendo en ella la poesía que hoy quiero regalarle a tu Madre, a
mi Madre, a nuestra Madre… Por ello, concédeme Tú, Señor, el beneplácito para
proclamar con mi desmañado verbo la alegría que siente Sevilla porque otro año
más, la que es Estrella de los mares y Fénix de hermosura, saldrá a pasear por
las calles de la vieja collación de Santa Catalina para repartir la bendición
de su sagrado escapulario.
Dame,
Jesús, el permiso
para
abrir mi corazón,
proclamando
este pregón
con
el firme compromiso
de
anunciar con este aviso
que
otra vez regresa el día
de
cantar la letanía
de
esa salve marinera
con
la fe más verdadera
para
la Virgen María.
Acudiendo
a su presencia,
traigo
el verso emocionado
del
jardín mejor regado
con
el mar de la atrevencia,
porque
inunda mi conciencia
con
el agua cristalina
de
su dulzura divina,
descubriendo
en su mirada
la
más clara y anhelada
luz
de Santa Catalina.
Mis
rimas convierto en flores
para
adornar este altar
donde
vienen a rezar
los
cristianos pecadores
cuando
vuelven los calores
que
dominan el verano,
y
con su afecto cercano,
la
Virgen del Carmen llega
con
ese amor que navega
por
el pueblo sevillano.
II.
Mi primer recuerdo tuyo
Reverendo Padre,
Sr. Concejal del Excmo. Ayuntamiento de Sevilla,
Sra. Hermana Mayor y Junta de Gobierno
de la Hermandad del Carmen y el Rosario de Santa
Catalina,
Sr. Vicepresidente y miembros de la
Junta Superior del Consejo General de Hermandades y
Cofradías,
Excmas. e Ilmas. Autoridades,
Sr. Pregonero de las Glorias,
Representaciones de las Hermandades presentes,
Señoras y Señores.
Casi sin salir de su asombro, el
pregonero se disponía a trazar las principales líneas de su disertación mas sin
terminarse de creer todavía que había sido requerido para estar ocupando este
atril por el que han pasado tantos experimentados cofrades y escritores que se
siente empequeñecido ante este hecho que le abruma. Consciente de la gran
responsabilidad que significa pronunciar en esta ciudad el Pregón de la Virgen
del Carmen de la Iglesia de Santa Catalina, este que hoy os habla se acogió a
la apacibilidad de su Esperanza de la Trinidad, ante la que recibió el
sugestivo encargo que en esta noche viene a cumplir.
Difícil es encontrar el modo con el
que manifestar su congratulación por este nombramiento a la Hermana Mayor,
Dominga Collado, quien ha dejado para su Hermandad los años más intensos de su
vida y alentada siempre desde el palco de la gloria por el incondicional apoyo
de aquel a quien tanto quiso, siendo el mejor lenitivo que ha tenido para no
desfallecer en su cometido. Todo este desbordamiento de gratitud se extiende a
toda la junta de gobierno, y en especial a Teófilo Manzano, Manuel Guijarro y
Pilar Delgado, quienes guiados por el aprecio de la amistad han querido hacer
realidad este sueño. Gracias a todas aquellas personas que le honran con su
aprecio y confianza, porque ellos también le han conducido para llegar hoy a
este balcón privilegiado desde donde admirar la belleza de la Virgen del
Carmen. Y un agradecimiento afectuoso a su presentador, Pedro Orozco, por haber
trazado el perfil de su persona de tal manera que parezca que cuenta con los méritos
necesarios para ser pregonero de Ella, cuando realmente no dispone de ninguno,
aunque el simple atrevimiento a negarse a realizar este servicio sería
negárselo, así mismo, a nuestra Santa Madre Iglesia.
No dejo de preguntarme, María del Carmen, por qué has querido que hoy acuda ante Ti. Es cierto que para nada me resulta nueva la pericia de alzar mi voz para recitarte la plegaria que llevo escrita a golpe de pluma en mi corazón, pero sabes perfectamente la ilusión que tenía porque pudiese llegar este momento, y sigo pensando que no me lo merezco por el alto honor que supone para un cofrade de esta urbe acudir hasta tus plantas y convocar a todos a esa cita ineludible que tenemos Contigo cada 16 de julio.
Aún recuerdo, como si fuera ayer, la peculiar forma en la que te conocí. En los años de mi añorada niñez, después de haber acudido en cierta ocasión a la Eucaristía dominical en la parroquia de San Gonzalo, tras extasiarme ante el rostro inmaculado de mi querida y amada Virgen de la Salud, aparecía a un lado de la puerta el cartel con el que por aquel entonces se citaba a tus cultos, y cuya pintura sigue empleándose actualmente en el adhesivo que se coloca sobre el pecho en la prenda de las distintas personas que acuden hasta Ti la jornada de tu festividad.
No dejo de preguntarme, María del Carmen, por qué has querido que hoy acuda ante Ti. Es cierto que para nada me resulta nueva la pericia de alzar mi voz para recitarte la plegaria que llevo escrita a golpe de pluma en mi corazón, pero sabes perfectamente la ilusión que tenía porque pudiese llegar este momento, y sigo pensando que no me lo merezco por el alto honor que supone para un cofrade de esta urbe acudir hasta tus plantas y convocar a todos a esa cita ineludible que tenemos Contigo cada 16 de julio.
Aún recuerdo, como si fuera ayer, la peculiar forma en la que te conocí. En los años de mi añorada niñez, después de haber acudido en cierta ocasión a la Eucaristía dominical en la parroquia de San Gonzalo, tras extasiarme ante el rostro inmaculado de mi querida y amada Virgen de la Salud, aparecía a un lado de la puerta el cartel con el que por aquel entonces se citaba a tus cultos, y cuya pintura sigue empleándose actualmente en el adhesivo que se coloca sobre el pecho en la prenda de las distintas personas que acuden hasta Ti la jornada de tu festividad.
Había escuchado en más de una
ocasión que en Sevilla había una Hermandad de Gloria que procesionaba a su
titular en ese prodigioso altar itinerante que es un paso de palio, casi
similar a los que salen en Semana Santa, pero con la particularidad de contar
con un llamativo número de varales, pues como decía el poeta Joaquín Caro
Romero, “Diez varales nada más, / que
entre diez varales cabe / la que transporta la llave / del cielo donde Ella
está”, y con los años pude darme cuenta, Virgen del Carmen, que en mi alma
estaba precisamente la cerradura con la que abriste esa puerta que me condujo a
la bendita condena de vivir cada día enamorado de tu finísima carita de nácar.
Mi devoción a tu carmelitana
bienaventuranza se estrenó aquel mediodía de domingo en el que admiré la
convocatoria de tu procesión, esa que a pesar de las elevadas temperaturas
propias de la estación veraniega, refresca nuestros sentires con el son de esas
bambalinas que abanican mediante su movimiento a toda la bulla que se concentra
ante tus andas.
Contemplando aquel cartel
que anunciaba tu salida,
te introdujiste en mi vida
erizándome la piel
con la fe más sostenida.
Apareció tu silueta
sobre esa blanca pared,
reflejando pizpireta
la algazara más repleta
que se acoge a tu merced.
Observando la pintura
que plasmaba tu figura,
sentía aquella mañana
esa agradable frescura
de tu gloria sevillana.
Una honda sensación
recorrió todo mi ser,
surgiendo así la intención
para poder ir a ver
tu bendita procesión.
Me contaron en mi infancia,
cual secreto misterioso,
que por julio un palio airoso
rompía toda distancia
con su embate vigoroso.
Aquel cartel me ofreció
la dicha de conocerte,
pues a mi alma incitó
para empezar a quererte
con la paz que allí brotó.
Yo vine a verte, Señora,
con mi infantil inocencia,
y tu luz corredentora
me guió desde esa hora
para gozar de tu esencia.
Fueron pasando los años
desde aquel descubrimiento
que me inundó de contento,
aliviando desengaños
en mi noble sentimiento.
Me dejaste cautivado
en tu belleza aniñada,
viviendo ahora prendado
de ese cariño cuidado
por tu gracia derramada.
Bríndame tu cercanía,
Virgencita del Carmelo,
y sienta al fin tu alegría
con la suave melodía
que resuena desde el cielo.
III.
El escapulario
Acogido a la salvaguarda del escapulario
del Carmen, aflora en mis pulmones la emoción más sentida por encontrarme tan
cerca de Ella, y casi susurrarle al oído todos los piropos contenidos en la
sensibilidad del alma, reuniéndolos en ese modesto ramillete que quiero
regalarle a la Virgen a través de mi balbuciente palabra.
En este instante, en el que hasta me
avergüenzo por posicionarme a la vera de esta Reina de Santa Catalina al no ser
digno acreedor de tanta distinción, imagino aquellos intensos momentos en los
que aquel hombre de enredada barba blanquecina, silueta esbelta, canosa
cabellera y revestido su cuerpo con el hábito de la orden religiosa mediante la
cual ofrecía toda la predisposición de su servicio a Dios, se hincaba de
rodillas a las plantas de María para recibir de sus manos el pequeño fragmento
de esa tela marrón, en apariencia insignificante, pero que salvaría de padecer
el fuego eterno a todos quienes fallezcan con él.
Han transcurrido 759 años desde aquella
entrega, y el tiempo no ha podido hacer estragos en la relevancia que posee el
bendito escapulario, pues así lo atestigua la encomiable labor que realizó San
Simón Stock, el monje que precisamente el 16 de julio del año 1251 vio bajar
desde las bóvedas celestes a la mismísima Madre del Verbo encarnado escoltada
por serafines y querubines, siendo este santo el primer pregonero indiscutible
de Nuestra Soberana Señora del Carmen al haberle sido confiado a su persona el
preciado símbolo que pone siempre de manifiesto la más auténtica devoción
carmelitana.
El escapulario, según el Concilio
Vaticano II, es “un signo sagrado según
el modelo de los sacramentos, por medio del cual se significan efectos sobre
todo espirituales, que se obtienen por la intercesión de la Iglesia”, y que
llegada la hora de dormir en el sueño de la esperanza de la resurrección, la
Virgen otorga en ese tránsito de la vida a la muerte la gracia de la
perseverancia en el estado de justicia si se está en él, o por el contrario, la
gracia de la conversión y de la persistencia final.
El desierto de la incomprensión es
amplio y difuso, y en la lobreguez de las horas, mi rumbo se desorienta hasta
vislumbrar esa brújula cuya aguja marca la senda hacia ese norte estelar donde
todo tiene siempre sentido.
En
la noche de los tiempos,
con
el pulso acelerado,
voy
buscando tu camino
aunque
me sienta agotado,
alicaído,
sin fuerzas
para
que yo siga andando
con
todos mis sueños rotos,
mientras
me ahogo en el llanto
de
la triste pesadumbre
sin
hallar ningún amparo.
Virgen
bendita del Carmen,
con
mi cuerpo lacerado
quiero
rogarte sosiego,
porque
me siento humillado
ante
las penas de un mundo
que
anhela ver en tus manos
el
gozo para la vida
y
el perdón de sus pecados,
por
eso, Santa María,
con
el dolor más amargo
y
la angustia más aciaga,
ven
a salvarme en tu barco
navegando
con ternura
sobre
los mares más anchos.
Voy
caminando perdido
por
un trayecto muy largo,
y
siempre espero encontrar
ese
resplandor dorado
que
por fin me orientará
para
acabar a tu lado,
descubriendo
la verdad
en
el calor de tus labios
y
la luz que a Ti me guía
en
el brillo de ese palio
que
cruzará por mi alma
con
tu amor extraordinario.
Mujer
pura e inmaculada
que
sufriste en el Calvario
esa
muerte de tu Hijo
como
error de los humanos,
Reina
del Monte Carmelo
que
siempre dejas tus brazos
en
esa postura abierta
para
poder consolarnos,
dame
Tú toda la calma
de
ese cariño sagrado
con
el que quiero sentirme
bastante
reconfortado
en
la gracia esplendorosa
de
tu rostro sevillano.
Dale
tu aliento a mi espíritu
porque
te llega cansado,
y
cuando mire a tus ojos
sólo
quiero haber hallado
la
confianza que llena
mi
corazón solitario
con
ese fruto abundante,
y
recibir de tus manos
la
protección más sublime
de
tu santo escapulario.
IV. Un Rosario carmelita
Entre los dedos
regordetes y diminutos del Divino Infante de la Virgen del Carmen, pasan las
cuentas de un Rosario con el que Jesús ofrece a María la íntima y particular
jaculatoria con la que ensalzarla como Madre del Amor Universal y Medianera de
Todas las Gracias.
Desde hacía décadas, la
mezcolanza se dibujaba en la leve y casi intuida sonrisa de la Reina del
Rosario, histórica devoción que alcanzó tal grado de esplendor en centurias
anteriores –gracias a la desmedida entrega de sus feligreses– que la imagen
hubo de ser reconocida como majestuosa patrona de la antigua collación de Santa
Catalina.
Mis retinas retienen en
esa memoria visual del recuerdo la estampa de aquella Virgen erguida, tan
deliciosamente preciosa, que, tras la cancela de la capilla bautismal de su
iglesia, aguardaba sueños de altos candelabros cimbreantes que quebrasen con la
luz que mane de los guardabrisas la oscuridad de la tarde novembrina,
feneciendo aquélla con adelanto debido a que la noche desplegaba con prontitud
sus alas para cubrir con su velo esos mismos cielos que perdimos en el otoño de
la vida.
Sin duda alguna, esta
es la fuerza que engrandece a las Glorias de nuestra ciudad, el estímulo que
incita a estas corporaciones letíficas para seguir luchando por el
mantenimiento de un tesoro auténticamente vivo y que nos legaron nuestros
antepasados, dejándose la piel en esa encomiable tarea en la que el sacrificio
superaba las fronteras del tiempo y del dinero.
Qué suerte más
envidiable la de esta Hermandad, teniendo sus cofrades al alcance de la mano
dos de los signos de ardiente celo mariano más extendidos por el mundo: el
escapulario del Carmen y el santo Rosario, “milagro de fundir dos devociones
en un mismo hogar” como dijese el poeta Antonio Muñoz Maestre. Ser hermano
de esta cofradía casi debería suponer adquirir la indulgencia plenaria ante
tanta veneración profundamente sincera y agradecida a la gloria de la Madre de
Dios. Aquí se descubre ante nuestra atención un Rosario claramente carmelita.
Habita la quietud en tu semblante
con el sol que se duerme entre tus
manos,
Rosario de misterios soberanos
que al alma Tú mantienes
suplicante.
Callada permaneces en tu altar
oyendo la oración de quien te
quiere,
a la par que el silencio se nos
muere
si viene un corazón para rezar.
Noviembre ya se esconde en tu
mirada
palpándose los aires otoñales,
aliviando tus cuentas esos males
que a la vida nos deja
trastornada.
A Ti, Virgen sagrada, te rogamos
la esperanza que inunda esa
ilusión
que anhela, al fin, sentir la
bendición
de aquel “Ave María” que cantamos.
Señora del Rosario tan mocita,
suspiro que al creyente
reconforta,
la inspiración se queda siempre
absorta
en la fe de tu gente carmelita.
Sevilla ante tu cara se emociona
y toma tu modelo como ejemplo,
por ello acude presta hasta este
templo
de cuya collación eres patrona.
Que nadie te reniegue o te
rechace,
que no se atreva nunca ningún
hombre
a ensuciar la pureza de tu nombre
puesto que no sabría lo que hace.
El amor de tus hijos se te
inclina,
y sin jamás dejarte de alabar,
el pueblo entero espera proclamar
tu Rosario por Santa Catalina.
V.
Una Hermandad acogedora
Una gélida atardecida de enero, hace
ya poco más de una década, dos chiquillos iban descubriendo las Glorias de
Sevilla recorriendo adoquinadas y desconchadas callejas para visitar diferentes
capillas y parroquias. La cuaresma estaba próxima, pero ni tan siquiera la
cercanía de dicho periodo les hacía distraer su atención de aquello en lo que
pretendían profundizar su conocimiento como cofrades. Ese día, uno de los dos
jóvenes adolescentes le iba a mostrar al otro un rincón especial en el que se
reunía un grupo de personas que convivía fraternalmente, teniendo todas ellas
como denominador común la misma veneración hacia una graciosa y encantadora Virgencita
que expresa en sus facciones una aniñada ingenuidad teñida de inocencia.
Dentro de una antigua casa, en un
local ubicado debajo de las escaleras que conducen a cada una de las viviendas
del edificio, se abría ante los ojos de aquel muchacho un mundo cautivador y de
sabor singular. Era una reducida estancia de rústica esencia, pero en ella se
degustaba un ambiente tremendamente acogedor. Aquel mozuelo estaba acercándose
por primera vez en su vida, no ya a la Virgen, sino a la Hermandad del Carmen de
Santa Catalina propiamente dicha, a la que arribó de la mano de Francisco
Javier Segura, quien el pasado año cantase en la Catedral a las corporaciones
letíficas en su exquisito e intenso Pregón de las Glorias.
A partir de entonces, comenzó a
forjarse una especial amistad con ese “puñado
de gente sencilla y esforzada”, tal y como diría mi maestro Enrique Barrero
Rodríguez, trabajando de manera afanosa para regalarle al vecindario la
satisfacción de disfrutar cada año en julio de los cultos y la procesión de la
Virgen del Carmen. Sin duda, son personas entrañables que mantienen siempre
abiertas las puertas de su domicilio para recibir con agrado a todo aquél que
se les acerque. ¿Qué menos se puede esperar de ellos si cuando te designan
pregonero del Carmen, en lugar de confirmarte por escrito el nombramiento, te
agradecen que hayas aceptado la proposición? ¡Agradecido debe estar el
nominado, en todo caso, por la confiabilidad depositada sobre sus hombros!
Muchas son las vivencias que he
compartido junto a los hermanos del Carmen en sus dependencias, siendo
numerosos los viernes que he pasado por esa mágica esquina de Gerona con Doña
María Coronel, y al percatarme de la claridad que se filtraba por los
ventanales como signo de la concurrencia existente entre aquellas paredes, no
he resistido la tentación de entrar para departir con ellos en un cordialísimo
rato de convivencia. Pero si hay algo que siempre haya llamado mi atención en
aquella Casa de Hermandad, es el cuadro de mi Esperanza de Triana en una instantánea
captada a principios de los años setenta.
¿Por qué está la Esperanza
manifestada en ese diminuto recinto? No lo sé, aunque en absoluto pienso que
sea una casualidad, sino más bien una causalidad, porque imagino que en esa tez
morena queda anclado el patrocinio inviolable de la gracia marinera que reparte
su piedad entre las almas cautivas en el sofocante fuego del Purgatorio.
En
el Carmen se presiente
toda
la marinería
de
aquella fotografía
que
jamás ha estado ausente
en
la casa de esta gente
que
proclama tu alabanza,
faro
de buena bonanza
que
te alzas junto al río,
alentando
el desafío
que
ilumina tu Esperanza.
La magnificencia de una Hermandad de
Gloria radica en la modesta llaneza y humanidad de quienes la integran,
teniéndose como fin principal el servicio a los demás a través del
engrandecimiento de la que es la devoción de sus amores. Así me lo enseñaron y
así lo asimilé a los pies de mi Divina Pastora, la que atiende todas las
súplicas y ruegos de quienes mejor saben quererla y honrarla en su preservada
capilla de la Parroquia de la Señora Santa Ana, compartiendo vecindad,
precisamente, con aquella Muchacha del Monte Carmelo cuya raíz saciaba la sed
de su beldad al refrescarse con las aguas del Guadalquivir.
Desde aquel disimulado y bucólico
aprisco trianero, guiado constantemente por el cayado que mi Reina gloriosa
porta en su mano izquierda, acudo ante vosotros para exteriorizarle a Nuestra
Señora del Carmen la colosal dicha que siente este joven pastoreño por poder
posicionarse en este estrado para reclamarle a este lucero que con su ascua nos
anuncie el sol, sagrario de arcana sapiencia que se transforma en navío de
quien ama salvarse.
Mi fe, mis desvelos, mis verdades,
mis fuerzas, mi templanza, mi entrega… ¡Todo! Todo lo fundí hace un año, sin
haberlo supuesto previamente ni pretendido, en los candeleros del paso de esta
divina marinera, gracias siempre a la generosidad y al afecto de esta gente
buena que abre sus brazos a todo aquel que va en busca del consuelo de la
Virgen.
Una
tarde veraniega
me
acerqué hasta San Román,
sin
ir buscando otro afán
que
el de esa firme fe ciega
en
la que el alma se anega
de
torrentes celestiales,
brotando
siempre a raudales
la
devoción carmelita
con
la dulzura infinita
que
sostienen diez varales.
Ante
el retablo mayor,
la
Señora ya aguardaba
esa
gloria que esperaba
envuelta
por el calor
del
más certero fervor,
mientras
toda la Hermandad
mostraba
con mansedad
esa
ilusión por fundir
cirios
que harían lucir
tan
virginal majestad.
Las
horas fueron pasando
por
la negrura estrellada
de
la densa madrugada,
y
el ambiente fue empapando
la
cera que iba cuajando
la
blanca candelería,
equilibrada
armonía
de
efímera arquitectura
que
ilumina con su altura
la
carita de María.
Esa
noche de verano
su
palio ayudé a montar,
pues
quería disfrutar
de
este sentir mariano
bajo
el cielo sevillano,
hallando
en este rincón
la
íntima discreción
con
la que brota el consuelo
de
esta Niña del Carmelo
al
rezarle una oración.
VI. Tu nombre, Carmen
En el cotidiano devenir de nuestros días, hay momentos en los que nos sometes a duras pruebas de amor y de confianza, Señora, y sin embargo, difícil resulta salir airoso de estos lances, por eso, en cuanto se da en nuestras vidas un caso así, recurrimos siempre a Ti, Madre del Carmen, y callejeando por el trazado urbano de la ciudad, dejando atrás los ruidos y la contaminación de esta sociedad cada vez más apartada de la senda que hay que seguir, llegamos hasta tu altar, y en él se detiene el tiempo en tu mirada. Muchas son las ocasiones en las que los minutos discurren cadenciosamente en el espacio existente entre el devoto que te ruega piedad y Tú, siempre galante a escuchar nuestras súplicas y ruegos.
Desde hace varios años, Virgencita del Carmen “tan menudita y tan niña”, como te define Carlos López Bravo, has podido ver cómo yo he sido una de esas personas anónimas que, traspasando el umbral de este templo de San Román, acudía hasta a Ti porque eras la única que podías y sabías entenderme, ofreciéndome siempre tu escapulario como pañuelo para llorar en él el dolor de mi quebranto, y purificar así mi espíritu para volver a enfrentarme al mundo, sintiéndome vivificado por la plena gracia tu nombre.
Tu nombre… Carmen… Cuánto significa para este joven que hoy elogia tus excelencias tu nombre, timón que gobierna la nave de nuestra subsistencia, rasgueo de guitarra en un cante por sevillanas, destello que irradia su fuego sobre el pecho, repique que no cesa en la espadaña de su alegría, copla que quiebra en la garganta la voz del espíritu, beso de ángel que apacigua nuestras ansias…
No lo puedo negar, tu nombre resuena en el interior de mi alma haciéndola vibrar y estremecerse ante la sonoridad de las seis letras que lo componen, porque no existe palabra más hermosa que esta con la que te invocan los marinos que zarpan en busca de un desconocido destino en el que anhelan alcanzar la prosperidad. Carmen, nombre con el que fueron recibidas en la Iglesia, a través de las aguas del bautismo, nuestras abuelas, madres, esposas, novias, hermanas o amigas, y con el que serán llamadas nuestras hijas y nietas.
Me enamoré
de tu nombre,
Señora
nuestra del Carmen,
y cada vez
que te miro
mi corazón
siempre late
con el ritmo
acompasado
de esa
alegría que sabe
que en el fondo
de tu ser
habita una
luz constante
que en mis
entrañas enciende
ese ánimo
exultante
al observar
en tu rostro
tu belleza
perdurable.
Me enamoré
de tu nombre,
Virgen
hermosa del Carmen,
porque en él
está ese amor
con que
poder consolarme,
y la más limpia
frescura
de tu
doncellez triunfante,
y al sentir
muy cerca mía
tus caricias
más amables,
descubro
toda la fuerza
de esa
devoción radiante
a la que
llego en mi barca
cual humilde
navegante.
Me enamoré
de tu nombre,
estrella
blanca del Carmen
que bajaste
en una nube
transportada
por los ángeles,
mientras en
tu honor cantaban
esos coros
celestiales
que
ensalzaban tu figura
al proclamar
tus bondades
con la clara
convicción
de que jamás
habrá nadie
que niegue
sobre la tierra
que Tú seas
nuestra Madre.
Me enamoré
de tu nombre,
niña bendita
del Carmen
que por
Santa Catalina
vas
impregnándole al aire
el
sentimiento más digno
que del
interior te sale,
marinera
Capitana
que surcas
los oleajes
repartiendo
tu cariño
a todo aquel
que te alabe
cuando se
arrima a tus plantas
sin que
nunca sea tarde.
Me enamoré
de tu nombre,
Reina
preciosa del Carmen,
pues con tan
solo escucharlo
se alejan
las soledades
que
pretenden trastocar
los colores
del paisaje,
y el río que
lo salpica
va
recorriendo ese cauce
que
desemboca en la gloria
de tu
soberana imagen
con la
auténtica doctrina
que bombea
nuestra sangre.
Me enamoré
de tu nombre,
Santa María
del Carmen,
y cuando
regrese el día
de tenerte
por las calles
bajo tu
palio de plata,
mis deseos
satisfaces
para hacerme
muy feliz
con tus
gestos maternales,
y por eso
hoy te canto,
con la
ternura más grande,
el piropo
agradecido
de tu más
sentida salve.
VII. La Virgen de julio
El solsticio de verano
alcanza su plenitud cuando desde la misma noche de las hogueras de San Juan se
presiente la cercanía temporal de la onomástica carmelitana. Sevilla dejó atrás
los aromas a juncia y romero sobre los que discurrió nada menos que el Cuerpo
de Cristo manifestado en su Santísimo Sacramento, alzándose Su Divina Majestad
sobre repujadas custodias de plata que llevan a los fieles el rotundo valor de
la presencia de Dios.
Caerá la “N” de junio
para ser reemplazada por una “L” que se levanta como alto mástil en el que se
izan las velas para que arranque esta travesía que nos conduce hasta Ella,
hasta esta lindeza cautivadora que con tan sólo contemplarla es capaz de
despejar todas nuestras dudas.
Distintas estrellas
encenderán con su fulgor el cielo sevillano mientras la luna las llama a cada
una según el lugar exacto sobre el que se hallen. A la primera la denominará
Calatrava, representándose en la Cruz de su Rodeo más de medio milenio de
historia, mientras que otra es invocada con el seguro socorro del Santo Ángel,
y las siguientes resplandecen a ambos lados de una muralla romana con temblores
macarenos de Esperanza cuando se piensa en San Gil y en San Leandro, y en el
puente trianero de los aros más redondos, un enladrillado joyero resguarda del
relente a la serena elegancia pictórica de una Niña que esta misma tarde, como
hace dos años le ocurriese a Pedro Domínguez, le dio su última bendición al
pregonero con la viva emoción que se siente al cruzar las aguas del río más
luminoso de España, tal y como lo definió el poeta. Por Omnium Sanctorum, otra
estrella permanece triste por tantos odios, rencores y guerras que condicionan
al mundo, mas aliviaremos su angustiosa aflicción si adquirimos el compromiso
de ir sembrando la Paz de su Hijo y regarla con el mar de sus lágrimas para que
nunca deje de florecer el bien.
Y nos encontramos con
la última estrella, que por ser la última será la primera en el Reino de los
Cielos en bajar hasta nosotros en esta collación de Santa Catalina, la cual aún
se lamenta por la oscuridad y la ruina del templo que le da nombre. Y ante
Ella, este pregonero, tal y como hiciese el pasado mes de mayo Víctor
García-Rayo, regresará al dolor cuando se ubique frente a la mirada de la
Virgen, aguantando sin derramar una lágrima, no más, cuando la visitemos en su
besamano.
Has bajado
de tu altar
sin que
nadie lo notara,
y el tiempo
ante Ti se para
si tu mano
hay que besar.
Deseo tocar
tus dedos
y sentir tu
protección,
borrando de
mi razón
cualquier
atisbo de miedos.
Queda sin
cetro tu diestra
para darte
esa caricia
que destruye
la malicia
más caótica
y siniestra.
La vida se te embelesa
al verte tan
sonriente,
por eso toda
la gente
tu pulcra
lindura besa.
Dulce mujer
sin mancilla,
sé Tu
siempre esa esperanza
cuya verdad
se afianza
en el Carmen
de Sevilla.
Penden del alto campanario de este templo
–escoltado por las calles Enladrillada y Sol– las colgaduras que hacen
presagiar la inminencia de una fiesta grande. Los vecinos de la feligresía lo
saben, por eso ellos mismos revisten sus balcones y engalanan sus ventanas con
colchas y mantones que indican la proximidad de un día relevante y magno en el
calendario de nuestras devociones más sentidas.
Las largas horas estivales de luz
solar culminan en el ocaso de este ecuador del séptimo mes del año mientras, a
la par, se le rinde culto a la Flor del Carmelo a través de ese triduo que
reúne a los miembros de su Hermandad en torno a Ella, que es “antesala de la gloria y puerta siempre del
cielo”, como diría Irene Gallardo.
Otro año más, la víspera será como
un dardo que se clava en la piel para enervarla ante la escasez del tiempo que
resta hasta el instante en el que se abran las puertas de San Román, y de la
iglesia salga la tierna juventud de esta Niña que sonríe al inclinar con
levedad la cabeza hacia su derecha, pendiente siempre a las súplicas y demandas
de tantos devotos que acudirán a su encuentro en la fecha clave de su
festividad litúrgica.
La noche tratará de dulcificar el
ambiente con su suave presencia, soplando levemente la brisa para acariciar los
sentidos del alma, aunque ésta no deje ya de sentir el calor de la mirada
arrebatadora de Nuestra Señora del Carmen.
Va
meciéndose tu palio
al
son de las bambalinas,
mientras
discurren las horas
de
una tarde que declina
cuando
los pájaros sienten
que
el sol casi apenas brilla,
mas
la luz se manifiesta
en
tu sublime carita,
porque
brota de esos ojos
en
los que sueña la vida
con
la gloria que se esconde
en
tu lindura tan fina.
El
perfume de las flores,
que
de una a otra esquina
exornan
todo tu paso
con
la fragancia infinita
de
tu ser inmaculado,
proclama
siempre la dicha
de
tenerte por las calles
repartiendo
la alegría
que
desprenden esos labios
en
los que el cariño habita,
pues
tu amor sólo florece
cada
vez que Tú sonrías
bajo
el calor veraniego
de
una lenta anochecida.
Ay,
Virgencita del Carmen
que
por tu barrio caminas
cada
16 de julio
con
la devoción bendita
que
te profesa tu gente,
aquella
que nunca olvida
la
felicidad que entregas
a
quien más la necesita
ni
el gozo que distribuyes
entre
las muchas familias
que
tu santo nombre invocan
porque
sólo en Ti confían.
Por
Peñuelas vas buscando
la
calle Doña María
Coronel,
y sus naranjos
quieren
sentir tus caricias
cuando
pases junto a ellos,
pues
a tu vera suspiran
por
aquella primavera
que
no estará mortecina
si
en la cuna de tus brazos
vuelve
a quedarse dormida.
El
Palacio de las Dueñas
pone
voz a la poesía
que
el corazón de este pueblo
ante
tus plantas recita,
y
en el Espíritu Santo
te
alabarán las monjitas
que
aguardan en su convento
cada
año tu visita,
acercándote
más tarde
al
lugar donde Sevilla
presiente
la santidad
que
en el aire se respira,
esa
casa que es la estancia
de
la pulcritud dormida
de
una mujer abnegada
cuya
alma sigue viva
en
la fe de una ciudad
que
reza a Madre Angelita
mientras
salen a cantarte
a
coro sus Hermanitas,
y
al admirar tu ternura
entre
la candelería
que
ilumina tu belleza,
verán
bien que no es mentira
la
dulzura que repartes
con
tu gracia carmelita.
Bajo
palio vas pasando
con
la emoción encendida
de
ese color sonrojado
que
se aprecia en tus mejillas
cuando
llegas a San Pedro
muy
despacito y sin prisas,
y
manteniendo el estilo
de
tu perfecta armonía
por
Almirante Apodaca
buscas
Santa Catalina,
anhelando
que te arranquen
esa
profunda espinita
de
ver cerrada tu iglesia
por
la doliente injusticia
de
unas obras que no acaban
con
el paso de los días,
mas
no te preocupes, Carmen,
puedes
quedarte tranquila,
porque
tienes unos hijos
que
este empeño no descuidan,
y
pronto estarás en casa
viendo
esta ilusión cumplida.
La
noche se va alargando,
y
la luna está allá arriba
vistiendo
manto estrellado
para
darte compañía
al
transitar por Gerona,
y
empujada por la brisa
alcanzas
Bustos Tavera,
esa
calle que cobija
la
más certera Piedad
que
jamás será vencida
por
la angustia o el dolor
o
la gris melancolía.
Al
pasar por los Terceros
ya
vendrás de recogida,
pero
por la calle Sol
tienes
también otra cita
con
la que habrás de cumplir,
pues
te aguarda una mocita
que
es la luz de un Subterráneo
por
el que el alma transita
para
hallar todo el consuelo
que
al corazón siempre guía
de
la manera más clara,
más
segura y más sencilla.
Navegando
con tu palio,
paso
a paso a la deriva,
arribas
a San Román
en
tu celestial barquilla
labrada
en humilde plata
de
forma artesana y digna,
así
pues, Virgen del Carmen,
cuando
ya tu cofradía
va
llegando a su final,
brotará
cual letanía
esa
salve marinera
que
cantamos a porfía
cuando
acudimos a Ti
a
rezarte de rodillas,
porque
al mirarte, Señora,
te
pedimos que bendigas
a
toda Sevilla entera
para
que siempre reciba
el
amor que Tú repartes
entre
una y otra orilla.
VIII. La declaración de mi
sentimiento
Permitidme coger alguna flor de su paso, la primera misma que sobresalga con respecto a las demás de una jarra, y la tome para fracturar su tallo y liarlo cual pabilo en una caña para apagar con el sudor de sus pétalos la candelería del palio de la Santísima Virgen del Carmen.
En cuestión de segundos, el olor a
cera quemada marca en nuestro olfato que el sueño habrá terminado, pero… por
ahora… sólo por ahora… La historia habrá de repetirse, y sólo tendrá cabida en
nuestras ansias la espera. Quisiéramos esquivarla, pensar que no está ahí,
darle esquinazo… Pero el tiempo es de Dios, no del hombre, y sólo cabe la
espera, no hay otra opción.
Sin embargo, en este preciso
instante es realmente el pregón el que cabalga hacia la temida meta de su
final, y al rendirse la palabra ante el sepulcral estruendo del silencio, todo
lo manifestado en este atril se hace ofrenda para María, la mujer fuerte de la
Biblia.
Disfrutad, hermanos del Carmen, de estas últimas horas, paladead todo cuanto aquí se ha dicho y hacedlo vuestro para gozar de aquello por lo que aunáis vuestros esfuerzos durante un año para materializarlo y entregárselo a Sevilla, porque queréis a la Virgen y a su ciudad, haciendo posible, a pesar de los aullidos que pretenden atemorizar nuestra fe y nuestro credo, que esta urbe siga siendo mariana con toda su nobleza, su lealtad, su heroicidad y su invencibilidad.
Ralentizo mi andar por la senda
arenosa de una desértica playa, caminando por ella descalzo para sentir la
espuma de las olas por debajo de mis rodillas, mientras mis ojos evitan el más
mínimo parpadeo para hallar el amor de la vida en el infinito horizonte donde
el agua se abraza con el aire, bailando al son del insospechado misterio del
destino.
Aquí deposito, María del Carmen, la
declaración de mi sentimiento…
Aquí
te dejo, Madre, mi plegaria
esta
noche de julio calurosa,
cantando
a tu figura portentosa
por
ser de Jesucristo luminaria.
Imploro
a tu belleza milenaria
el
gozo de tu gracia cadenciosa,
y
al verte, como siempre, silenciosa,
te
ofrezco mi alabanza literaria.
Aquí
te entrego, Reina, el corazón
que
sueña cual valiente marinero
con
la luz que en tu cara se adivina,
agradeciendo
lleno de emoción
la
gloria de haber sido pregonero
en
el Carmen de Santa Catalina.
He dicho.
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